domingo, 3 de junio de 2007

CONTRA LA DEMOCRACIA.

El narrador de Elogio de la lucidez, como Cervantes, se nos muestra abiertamente, nos abre su pensamiento y convierte la narración en reflexión. Leemos este libro de Saramago y tenemos la impresión de estar oyendo una conferencia, una reflexión en voz alta, una opinión expresada por medio de una parábola. La acción de la novela queda tan en segundo plano que el autor-narrador pide perdón por la escasez narrativa del primer cuarto de libro. Sin embargo, superado este momento, la intriga de la situación planteada, y los acontecimientos consecuentes, sumen al lector en la incertidumbre y la expectativa de conocer el desenlace de la acción, y se asume la particular técnica de Saramago. Técnica, que encuentra su propia forma en una sintáxis casi eterna de subordinación, yuxtaposición y coordinación, que nos arrastra en disgresiones interminables que, sin embargo, no nos extravían del hilo principal del libro; raro logro. También reseñables son los diálogos, donde se obvian los guiones y puntos y aparte para señalar la locución de cada personaje, y sólo las comas y las mayúsculas a principio de las frases, nos indican que es otro personaje el que habla; porque, eso sí, los personajes parecen hablar y razonar todos de la misma forma, son casi arquetipos sin rostro y sin nombre (el médico, la mujer del médico, el viejo de la venta, la mujer del viejo, el comisario, el ministro del interior, el alcalde) definidos por su profesión, su cargo, su parentesco. Técnica de la igualación, técnica de la reducción de los personajes a entidades a través de las cuales el autor puede entregarse a diálogos consigo mismo, prolongando sus reflexiones. Todo ello, para llevarnos a sus nada positivas conclusiones en un desenlace desesperanzador, que en nada se parece al happy end de las drogas de diseño contra las que ya nos prevenía Kafka hace casi un siglo.
Sí, el escritor y premio nobel José Saramago milita en el Partido Comunista de Portugal, pero afirmó públicamente, con la presencia del ministro de cultura, que el se postulaba a favor del voto en blanco. Saramago no cree en la democracia, a sus casi noventa años, es un rebelde revolucionario que se atreve a proclamar de palabra y por escrito que el sistema político aclamado como la gran conquista política humana es una máscara falsa; una máscara bajo la que se esconde -pero cada vez menos, cada vez sus orejas más visibles-, un sistema totalitario, represor, dominante, paternalista hasta la asfixia, y tonto, en cuya torre de control se sientan aquellos que se piensan superiores y se abogan el derecho de tomar decisiones por los demás.
¿Será posible semejante osadía en un ciudadano de un país democrático occidental civilizado e industrializado? Sí, Saramago osa, y quizás el siniestro hombre de la corbata azul con pintas blancas (o viceversa) no ha actuado por que saben los tenebrosos hombres de la sala de reuniones que no es peligroso, que los libros ya no provocan revoluciones, sólo reconocimiento y premios y unos minutos de fama televisiva en los que lo dicho significará algo para pocos y nada para muchos. Esos muchos, piensan ellos, están ciegos, algunos desde siempre, otros, poco a poco se han dejado resbalar hasta la blancura igualadora, y los hay que hasta han cegado voluntariamente sus conciencias. ¿Qué daño puede pues hacer un anciano en medio de la pista de circo diciendo la verdad, su verdad, aunque ese anciano sea la única persona que no ha perdido la vista en medio de esta epidemia de ceguera?
Sí, Saramago ha leído, sin duda a Guy Debord, quizás llegara a conocerlo. Como él, ha sido valiente y ha construido bombas, mecanismos de precisión publicados para estallar en las conciencias de los lectores. Y si Debord nos desnudó el mecanismo del espectáculo, afirmando que la democracia prefiere que se la juzgue por el tamaño de sus enemigos más que por sus logros y por ello crea su más perfecta némesis: el terrorismo, que además es didáctico, Saramago nos desnuda su literatura parabólica y reflexiva en la que el estado asesina impunente para conservar este sistema en el que unos detentan el poder y otros creen tener poder para decidir, sin saber que tan sólo pueden elegir el color del collar del perro que los vigila y los guía.