domingo, 24 de febrero de 2008

MISERIAS BAJO EL BRILLO PLANETARIO. El Premio, de Manuel Vázquez Montalbán.



A pesar de ser Carvalho, ese detective privado que ha cruzado la transición española resolviendo casos al tiempo que quemaba libros y disfrutaba de la gastronomía con fruición, el protagonista de esta novela, no parece acomodarse al genero policiaco (como le sucedía a la novela de Mankell, Asesinos sin rostro). Más cerca está del retrato satírico, o la crónica sociopolítica de un mundo muy concreto, el mundillo literario que pulula en torno a los grandes premios nacionales, en concreto al más cuantioso de todos ellos. Y es tan evidente la intención de Manuel Vázquez Montalban de querer escribir y despacharse con este tema, que la novela no puede evitar presentarse bajo una evidente estructura narativa temporal, en la que se van alternando los capítulos del presente (Carvalho ausente o en segundo plano), con los capítulos del pasado (flash-backs, en los se narra la inscripción del detective en el espacio de la trama literaria). Esa alternancia avanza hasta que los flash-backs alcanzan el tiempo presente y todo es uno, sin embargo, Carvalho sigue en un segundo plano, casi como un observador de la labor policial, y la resolución del caso se produce casi por casualidad, de manera anodina y como dejada caer aparte.

La estructura de la novela se completa en un epílogo compuesto por el manuscrito que iba a alzarse con el premio en cuestión. Carvalho, de regreso a Barcelona, abre el manuscrito y comienza a leer: Ouroboros, el símbolo alquímico de la circularidad, fin y origen en un anillo que quiere ser el propio libro. Y así, nosotros, lectores, leemos con Carvalho las primeras páginas de Ouroboros, que resultan ser las primeras páginas de El Premio.

La ausencia de un comienzo al uso de la novela policiaca ha resultado en la práctica un handicap a la hora de enganchar al lector, y sólo tras las primeras cincuenta páginas parecía abrirse el libro a la inmersión de aquél. Sin embargo, para los aficionados a lo literario, que no sólo a la literatura, la narración de la cena de gala en la que se va a fallar el premio mejor dotado de España para una novela (no, no es el Planeta, pero sí lo es), es una de las creaciones más suculentas y mordaces de Vázquez Montalbán. La flora y fauna de personajes que desfilan y conversan por el gran salón del Hotel Venice, no tiene desperdicio. Personajes tan reales y de carne y hueso como la que ministra dde cultura Carmen Alborch, o el presidente de la Comunidad de Madrid Joaquín Leguina, con quienes Vázquez Montalbán se despacha a gusto en su pintura de la clase política, el socialismo de principios, mediados de los ochenta. La figura del nobel existente, en la que se reconoce inequívocamente a Camilo José Cela, los escritores y editores que bien bajo nombres falsos son trasuntos de personalidades de la España literaria real, incluyendo mención a algunos de ellos ("Javierito Marías, el mejor escritor inglés en lengua castellana"), etc.

Montalbán nos desplaza por el salón como una cámara en mano que pululara libremente por el espacio, deteniéndose en esta mesa para atender una conversación que de improviso es sustituida en la página por otra en la mesa vecina, con una técnica impecable que transmite esa sensación de interrupción, de inmiscuimiento, de ubicuidad, arrastrando al lector a situaciones que abarcan desde el sesudo diólogo entre críticos hasta los surrealistas momentos que alcanzan su culmen con la escena del pa amb tomaquet, cuya preparación es descrita con deliciosa fruición (en todos los sentidos) .

Rozando a veces el esperpento, este retrato satírico es el trasunto de lo que se oculta detrás de los premios literarios, al menos de los más mediáticos y mejor dotados económicamente, como es el Planeta en nuestro país. Un pozo de influencias, vanidades, ambiciones, miedos, pequeñas y grandes conspiraciones y mucha miseria adornada con oropeles de intelectualidad. Montalbán se despacha a gusto, él, que precísamente obtuvo el premio Planeta con una de sus novelas, y que parecese quererse despegar de esa esfera mediante este ejercicio de descarnamiento sin piedad.

Sintácticamente, el lenguaje es muy elaborado, con gran uso de la subordinación, que facilita esa sensación de fluidez y continuidad de ese viaje a través del salón. Los diálogos, muy trabajados también, aciertan en personalizar a cada ejemplar de ese ecosistema, hasta el punto de que llega un momento en que se conoce quien es el personaje que toma la palabra para interrumpir o manifestar algo, sin necesidad de que el autor lo explique. El sentido del humor, acerado y con la punta bien afilada, se dosifica generosamente a lo largo y ancho de la narración, rozando, como se ha dicho, el esperpento, pero con una carga irónica que no esconde la crítica mordaz hacia todo lo que constituye ese universo tan glamouroso y brillante que esocnde la más patética miseria debajo de su oropel.