sábado, 29 de septiembre de 2007

GUERRA QUE HEMOS DE PERDER.

Conocedor en carne propia de la historia de esos pueblos que han desaparecido en el abandono y devienen ruina y recuerdo y olvido, Julio Llamazares toma una de estas historias para elaborar un testimonio en primera persona del devenir de una crónica anunciada. Pero no es crónica, en su estricto sentido, el concepto aplicable a La lluvia amarilla, pues no hay un distanciamiento ni una objetividad narrativa respecto de la paulatina desparición del pueblo de Ainielle; no es, Llamazares, el periodista que informa del proceso, sino el poeta que se vale de recursos literarios para hablar de otras cosas que no se adscriben a la mera historia de la desparición de una aldea, sino que trascienden a la anécdota concreta y devienen tema universal.
En efecto, Llamazares se introduce en Andrés, último habitante de Ainielle, y bajo su piel, escribe y plasma, no tanto el suceso, sino la interiorización del mismo tal y como la padece el personaje. El lenguaje no es el de un habitante de un pueblo montañés, por más que las palabras, los símiles, las descripciones, sean pinceladas exlusivas de esos lugares, sino que es el lenguaje de un poeta, de un profundo conocedor de los recursos literarios, poéticos (endecasílabos, alejandrinos, rima interna); un manejador del tiempo, del ritmo, de la capacidad del lenguaje para narrar lo inenarrable: la enconada resistencia del ser humano a perder su espacio y su tiempo, a ver desaparecer su vida y a desaparecer él mismo.
Desde el primer capítulo, Andrés ya fantasea con la idea de su muerte y el momento en que su cuerpo, último habitante de ese Ainielle abandonado, será encontrado. Un personaje, un escenario, la memoria: pocos recursos con los que se logra construir una novela que trasciende la anécdota merced a su prodigioso logro lingüístico, pura poesía. Ello obliga a Llamazares a trabajar con el tiempo, el recurso al flash-back, al salto hacia los futuribles, en un juego temporal que con el devenir del relato, va entrando en una suerte de glaciación a medida que la mente de Andrés cede inevitablemente al embate del tiempo, que desaparece y se congela en un estado de no acontecimiento, de eterno momento sin redención posible.
Por qué Andrés se aferra a la permanencia en Ainielle, de donde se marchan poco a poco todos sus habitantes. La respuesta cree decirnósla él mismo, casi al final del libro, cuando niega estar loco, si estar loco es, nos dice, ser fiel al lugar donde están su vida, sus recuerdos, los restos de sus seres queridos junto a los que quiere reposar. Pero qué es ese apego enconado y se diría, soberbio y fundamentalista, que lo lleva a desheredar a su hijo cuando este emigra, o a encañonar a uno de los antiguos vecinos que intenta recuperar algunos objetos de su casa. Es aquí donde se encuentra otro de los temas del libro, -junto con el tiempo y su devenir, la memoria-, un viejo sueño, que sin mencionarse a lo largo de las páginas, está latente en ellas y en casi toda construcción humana (en el mismo ser humano): el deseo de inmortalidad, de perpetuar para siempre lo creado (pensemos en la civilización egipcia). En efecto, es de destacar que no se menciona nunca ninguna causa material por la cual se produce el proceso de abandono de Ainielle (la construcción de un pantano, las circunstancias económicas, una guerra, ...). En realidad, la causa es casi innecesaria, pues el proceso es algo inherente al tiempo humano, su impertérrito devenir en forma de decadencia y desgaste. Es una alegoría, y Andrés es pues la representación de una actitud concreta frente a una realidad imponderable, la negación (irracional, diría yo, aunque también, humanamente legítima) ante ese proceso, ante la naturaleza.
Él quería morir como un árbol, nos dice en un momento dado, es decir, que imaginaba su final trazado en unas formas prediseñadas, pero el destino se ríe de él condenándolo a un final que le resulta indigno, intolerable. Frente a la idea oriental de la naturaleza, del mundo, como cambio continuo (el Tao, el Ukiyo-e), Andrés es el anhelo de la permanencia y la perpetuación, lo cual se refleja en el conflicto, tan actual, entre el ensalzamiento de la juventud, del cuerpo estéticamente admirable, y el rechazo por lo viejo, lo enfermo, lo decadente. Una tendencia con la que convivimos. Es por ello que el personaje, por más que intente explicar su actitud, no pueda evitar el diagnóstico de ser enfermo aquejado de una patología, que nos lo hace tan antipático como entrañable. Nos situamos como testigos de una batalla de la que todos conocen su desenlace, los contendientes y nosotros mismos: un hombre, el tiempo, el lector.
Se habló de la naturaleza, de su presencia en la recreación del espacio literario del relato, y asistimos a la construcción de un escenario riquísimo en términos e imágenes dentro de su limitación espacial y temporal. Es, sin embargo, una naturaleza hostil, dramática, dura, que golpea la indefensión de los hombres hasta su derrota (o su huída); Andrés se niega a huir, es el último resistente de un mundo condenado a morir. Pero su resistencia, como ya se ha señalado, no es la del envejecimiento digno, con belleza, sino la del encono soberbio, rencoroso con los rendidos (lo cual también forma parte de la naturaleza humana). Su percepción se deteriora paralelamente al pueblo y a su cuerpo (trasuntos uno del otro), y en un momento dado, desparecen el pasado y el futuro y la existencia no es más que un presente congelado, el tiempo no es sino "arena sobre mi corazón". Tal vez, la tesis sea, escondida bajo esta historia descarnada y dolorosa, -pero estetizada y bella gracias al lenguaje-, la de mostrar el camino a seguir frente al paso del tiempo, mediante la contemplación de este triste ejemplo de aislamiento: comunicarnos con nuestros semejantes, especialmente cuando más sólos nos sentimos, cuando en nuestra vida se hace la noche: "La noche queda para quien es", murmura alguien en la imaginación del protagonista, al final del libro.

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